domingo, enero 31

Second Life

Crecieron en el mismo barrio, cada uno por su lado. Se conocían de vista desde muy jovencitos pero nunca se hablaron. Sabían sus nombres y se gustaban. Ella a él mucho más que él a ella: él era un chico normal pero ella ya era de una belleza excepcional. ¡Inalcanzable! -pensaba él, locamente enamorado. Crecieron juntos pero siempre distanciados, vigilando el uno al otro con el rabillo del ojo y azotados por la timidez. Hasta que un día ella dejó la ciudad y se perdieron de vista. Y pasaron los años. Durante todo ese tiempo, él pensaba a menudo en ella, su amor imposible de juventud y ella en él de vez en cuando. Mucho después, ya bastante mayor, él, jugueteando, escribió su nombre en el teclado como quien arroja a la mar una botella vacía. Y allí, en la magia cibernética, como por milagro apareció ella, en otro país. Se armó del valor que le faltó cuando joven y se puso en contacto con ella. Ella contestó de inmediato. Y se escribieron, y mucho. Lamentaron su joven torpeza por no haberse atrevido a hablarse cuando eran casi niños y lamentaron los años que no pudieron disfrutar juntos. Se enamoraron y se prometieron amor eterno. En una especie de locura controlada, para no mancillar ni alterar ese amor, decidieron no verse nunca y mandarse solo fotos de cuando fueron jóvenes. Por escrito revivieron la juventud y la vida que jamás pudieron gozar juntos. Así, en secreto y a distancia, empezaron a envejecer el uno al lado del otro. Se escribían todos los días y todos los días se declaraban su amor. Revivieron una segunda juventud. En todo lo que hacían tenían un pensamiento para el otro. En los momentos de flaqueza encontraban fuerzas en el otro y las alegrías, al compartirlas, parecían dobles. Así, arruga tras arruga y achaque tras achaque, a fuego lento, sin apenas darse cuenta, envejecieron felices.

Hasta que, de repente, ella dejó de tener noticias de él. Ese día se lo pasó delante del buzón. Nada. De preocupada pasó a estar desesperada. ¡Algo debió ocurrirle! Pasaron los días y las semanas y no recibía noticias suyas. La angustia, que no podía compartir, era insoportable. Estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa, por terrible que fuese, con tal de saberlo. Su desespero era como el de quien no consigue recuperar el cuerpo de un ser querido: necesitaba encontrar sus restos.
Sumida en la impotencia y en la desesperanza, unos meses después, súbitamente, el nombre de su amado reapareció en la pantalla. El corazón le dio un vuelco y contuvo su impulso por abrir el mensaje. ¿Qué noticias traería? ¿Qué habría detrás? ¿Y si no es él? ¿Y quién, si no, iba a ser? Y, si es él, ¿qué me dirá? Así, lo estuvo pensando durante días y días, sin atreverse a abrir la misiva. Varias semanas después, no llegaba ningún otro correo. Entonces, en un acto dramático, casi heroico, decidió borrar el mensaje sin abrirlo. Al fin y al cabo, ya tenía sus restos...

Por Víctor Pérez - © 2010 en adelante


lunes, enero 11

De película...

Gonzalo esperaba visita. Había quedado con esa chica para ir a cenar. Hasta ahora solo fueron unos cafés y unas copichuelas. Revisó la habitación única de su pisito: todo estaba en orden. La cama, ancha y a ras de suelo, tenía un cabezal bajo de cuadradillo metálico dorado. Pese a ser de segunda mano, se le antojaba coqueta y prometedora. Sonó el timbre. Se desabrochó dos botones de la camisa y, con cara del James Dean de ‘Rebelde sin causa’, se miró al espejo. Abrió la puerta y ahí estaba ella, apoyada sobre el marco, deslumbrante: chaqueta y pantalones vaqueros ajustados, camisa blanca ceñida y pelo negro suelto. Le recordó a Kim Basinger en ‘Cita a ciegas’ pero en morena. Gonzalo, pese a su experiencia, se sintió turbado.
- Hola, le dijo, poniendo voz de Sean Connery, o, mejor dicho, de Constantino Romero.
- Hola, contestó ella con voz dulce y radiante sonrisa. ¿Estás listo?
Incapaz de resistir a tanto estímulo, la atrajo hacia sí cerrando la puerta de un taconazo. Con gesto precipitado le quitó la chaqueta que tiró sobre su silla única: su camisa transparentó un sujetador de encaje que amparaba a unos pechos profusos y fulgentes de los que Gonzalo casi no podía apartar la mirada. Con decisión, la cogió entre sus brazos y se fundieron en un beso como él no recordaba haber deseado nunca antes. Con destreza, ella le quitó la camisa y él, con alguna enganchada, le quitó la suya liberando así su piel tersa y sedosa de la que se desprendió un delicado perfume embriagador. Sin separarse de ella, sin interrumpir su apasionada unión oral, la acercó a la cama y, como buen romántico que se preciaba, en un gesto similar al que Clark Gable perpetuó con Ava Gardner en 'Mogambo', la agarró por la cintura para tumbarla lentamente sobre la cama, como a cámara lenta. Pero Gonzalo no era Clark Gable ni había ensayado antes ese movimiento sobre una cama tan baja: desequilibrados, se desplomaron sobre el lecho con tan mala fortuna que el cráneo de la pobre chica golpeó el cabezal de hierro. Pasaron la noche juntos, sí, pero en Urgencias: doce puntos de sutura en una brecha de siete centímetros que no atendió precisamente el equipo del Clooney.
Desde el día siguiente y los sucesivos, por más que se empeñó no consiguió saber nunca más de ella…

Por Víctor Pérez - © 2010 en adelante


viernes, enero 1

El paseo...

Lo asearon y perfumaron. Le pusieron una camiseta nueva con un número detrás y le prometieron que la carrera iba a ser un paseo agradable y placentero. Vítores y fanfarrias. Iba a tener el gran honor de ser el único corredor. Lo situaron en la recta de salida y, a paso ligero, empezó su carrera. La regla única era sencilla: no podía detenerse. Apenas salió, en la Franja de Gaza fue sacudido por un sinfín de explosiones con nombre premonitorio: “Plomo Fundido”. Aterrado, huyó corriendo. Mientras, de fondo, como un conjuro incesante, sonaba una palabra: crisis. Y con ella, otras: corrupción, desempleo, desesperación... Mientras, millones de gargantas multicolores aclamaban al primer sucesor negro de Lincoln. De repente, en México estallaron voces alarmistas de pandemia: una gripe porcina, que por razones estéticas bautizaron con nombre alfanumérico, amenazaba a la humanidad. Los laboratorios iniciaron una carrera frenética para obtener una vacuna que salvara no se sabe muy bien a quién. Más adelante, el corredor-paseante oyó gritos de terror surgidos de un terremoto en Italia y de aviones caídos en el Atlántico y en el Índico. Anacrónicos, del fondo del mar emergieron piratas desaliñados y con cara de chicos malos. En Irak, Afganistán y Pakistán, el corredor conoció el terror. Pero también en Sri-Lanka donde los muertos por bombardeos cayeron a miles. Y en Sumatra: por un seísmo, más de 6000 muertos y cientos de miles de refugiados. Mientras, el corredor descubrió que más de 16000 niños seguían muriendo de hambre y desnutrición cada día, sí sí, cada día, mientras señores elegantes con cara de chicos buenos seguían hablando de crisis. El corredor tuvo que atravesar una ola de frío de muchos grados bajo cero mientras los señores hablaban y hablaban del Calentamiento Global de la Tierra en el mercado mundial de compra-venta del CO2. Extenuado, desconcertado e irritado, el corredor, infringiendo la regla única, decidió detenerse definitivamente. En ese momento, justo delante de él, entre efluvios de perfume y vítores, salió disparado otro corredor. A sus espaldas llevaba un número grande y redondo: 2010.

Por Víctor Pérez - © 2009 en adelante

La soledad del corredor de fondo.